08 Sep Elogio a la extravagancia
“De la piel para dentro empieza mi explosiva jurisdicción, y no merece llamarse sociedad civil aquella donde no cunda el derecho a la extravagancia” (Antonio Escohotado)
Hoy nos gustaría estimular la reflexión en torno a la extravagancia, aprovechando el genial artículo de Antonio Lucas en el pasado número 6 de “El Estado Mental”, esa inclasificable y multiplataforma revista-magazine. Reproducimos sólo un extracto, lo suficiente para romper algunos moldes y pensar un poco más libremente. La acertada cita de Escohotado es también parte del artículo. El derecho a la extravagancia (hoy relativamente en extinción o falsificación) no se lleva muy bien con el concepto de tolerancia, que es el modo en el que se ha terminado concretando en nuestra sociedad la forma de convivir con lo diferente (y siempre que no supere unos niveles concretos). Tolerancia resuena a “no me gusta, pero no me voy a oponer activamente”.
Contextualicemos un poco más antes de seguir. Atendiendo a la definición de la RAE vemos:
extravagante
(Del b. lat. extravăgans, -antis, part. act. de extravagāri).
1. adj. Que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar.
2. adj. Raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original.
3. adj. Que habla, viste o procede así. U. t. c. s.
4. adj. Se dice de la correspondencia que recibe de tránsito una administración de correos, con destino a otras poblaciones.
5. m. ant. Escribano que no era de número ni tenía asiento fijo en ningún pueblo, juzgado o tribunal.
6. (Por estar fuera del cuerpo canónico). f. Cada una de las constituciones pontificias que se hallan recogidas y puestas al fin del cuerpo del derecho canónico, después de los cinco libros de las Decretales y Clementinas.
Con lo cual, “extravagancia” no tiene porqué tener connotaciones negativas. Más bien tiene relación con lo original, auténtico por tanto, incluso novedoso muchas veces también. Y siempre en relación a algo ya dado o al menos vigente…
La extravagancia muchas veces apunta o incide en ese aspecto que nos hace ser diferentes en la muchedumbre. Y poco habríamos avanzado sin reconocer esa variedad en la unidad, o la unidad en la variedad, según se mire.
Tirando hacia donde nos toca a nosotros como psicólogos, consideramos que una buena terapia no tiene por qué eliminar la extravagancia. Entendida así, incluso puede fomentarla. Depende del punto de partida, y depende del entorno en el que se desenvuelva la persona, que es donde se va a poner la etiqueta de extravagante.
Un miedo habitual en algunas personas para acudir al psicólogo, o hacer una terapia, es la angustia a cambiar en el sentido de dejar de ser uno mismo. En realidad, al menos como la entendemos nosotros, una terapia te ayuda a conocerte y a ser genuínamente tú mismo, lo cual en algunos casos, puede significar toda una exaltación de la extravagancia.
¿Qué opináis?
__
El inconveniente de la extravagancia es la imposibilidad de fijarla en una fórmula capaz de administrar sentido a lo inconcreto. Sospechaba Voltaire que exagerar es propio del espíritu humano, porque lo es. Pero exagerar es también un gesto desesperado. Un derecho a veces temerario. Una persecución del exceso. Una negativa contra la normalidad y la manufactura, por lo que tienen de inaceptable. El extravagante es aquel que se atiene a exaltar la diferencia, su diferencia, exhibiendo un gusto claro por lo inverosímil o una necesidad de lo distinto. Y en ese ejercicio el absurdo, a veces, no asoma como síntoma sino como una categoría natural de su condición. Pero la extravagancia ya no es lo que era porque tampoco el individuo lo es, ni lo es el objeto, ni lo es el mito. A la gente de hoy, como denunciaba Siegfried Kracauer en 1924, le sobra ocio. Y el ocio aniquila el desconcierto, el alboroto, la confusión. Casi no quedan extravagantes.
Hoy la extravagancia ha alcanzado patente de tara. Donde estaba David Bowie se pavonea Lady Gaga. Contra Georges Perec triunfa Dan Brown. Frente al encanto de Maruja Mallo se aúpa a cualquier advenedizo amaestrado. El riesgo ha caído en desgracia. De la música a la política. De la literatura al arte. De la vida al aburrimiento. El extravagante ha sido violentamente desplazado en una sociedad que asume el noble arte de llamar la atención como un episodio maníaco. Las normas del mundo no aceptan hoy que uno llegue hasta sí mismo. También se ha privatizado lo distinto al vuelo de una crisis donde ser pobre no cuenta ya ni con el derecho a la extravagancia. Lo decía Oscar Wilde, que principalmente fue un dandi (y no es lo mismo).
Pero qué hermoso es apostar por aquello que lentamente se ha prohibido. La extravagancia es una luminosa forma de equívoco, un género literario sin literatura que tiene mucho de instante poético, de ambivalencia de un solo rato, de sonoridad hueca y también de infierno. Su rebeldía no sigue patrón alguno. No tiene forma ni en la forma cabe. Tampoco es exactamente un gesto de libertad (aunque lo sea, y fieramente), sino un modo de instalarse en el mundo que se resiste a la validez de lo publicitario y a cualquier proyecto de valores estéticos consumados. No se da nada por hecho. No se busca rendimiento del gesto. Se trata de entrar a rostro descubierto en la vida escogiendo con plena soberanía la velocidad y la posibilidad del naufragio.
El fin de la extravagancia (Antonio Lucas) en “El Estado Mental”